lunes, 27 de febrero de 2012

El reproche

      -Tu padre lo sabía, estoy seguro de ello. Todo ha sido un plan perfectamente diseñado, debería haberme dado cuenta desde el principio. No sé ni cómo me sometí a esta absurda carnavalada. Si ya me dice el señor Fernández que me limite a abrazar los principios libertarios y no me fíe de nadie. Qué vergüenza, a mis años...
      Norberto Valín ensaya una y otra vez el discurso con el que piensa sorprender a su novia, Margarita del Casar, en cuanto la tenga delante, pero no logra concentrarse. Se lo impiden el frío, del que no logra evadirse a pesar de la manta eléctrica con la que envuelve su cuerpo, y la escasa longitud de las piernas del pijama, un incordio del que no sabe muy bien a quién culpar, tal vez a sí mismo. También la indignación, malva y rugosa, enturbia su pensamiento. Se siente humillado, aterido y feroz, todo a un tiempo y en orden variable. Ha pasado dos horas desnudo (en realidad, con su slip negro de dragón verde) delante de un anciano que no dejaba de hablar mientras palpaba con evidente deleite su cuerpo cuarentón y administrativo. Después de la primera hora de exploración, Valín comenzó a sospechar que no eran el artístico ni el científico los únicos propósitos que guiaban las suaves manos de Cecilio Nanclares. Y fue en ese momento, en que lo normal hubiera sido rebelarse y levantar el puño en señal de justa ira, cuando Norberto notó en su pecho con granos los primeros avisos de la sospecha.
      -Todo el mundo conoce a tu padre y tu padre conoce a todo el mundo. ¿Cómo no iba a saber uno de los principales responsables de las procesiones de Semana Santa que la técnica de trabajo del viejo Nanclares se basa en una sesión manual que ni siquiera pasa por alto los pliegues más recónditos del inocente modelo?
      Sí, eso le diría a Margarita en cuanto la viese. Pinchaba en hueso su novia si pensaba que no había peligro de incendio bajo el aterciopelado manto del hacedor de versos. Pues no, nada más lejos de la verdad. Aún estremecido de frío pero ya rojo de rencor, Norberto creía oír las carcajadas del patriarca Del Casar y sus hijos, todos ellos amputados y fieros, llorosos los ojos al evocar la imagen del posible yerno sometido a los pulgares de D. Cecilio.
      -Es que no entiendo cómo no me percaté de que no hay idea más absurda que dedicarle una imagen a Dimas. ¿El Buen Ladrón? ¿Dónde se ha visto patochada semejante? ¿Y es que acaso no disponen ya las cofradías de esta mojigatísima ciudad de docenas o centenares o millones de santos que sacar a pasear por las calles durante la famosa semana de abril que muchos siguen llamando "de pasión"? ¿No les parece suficiente tedio con la retahíla de vírgenes, eccehomos, nazarenos y resucitados? ¿A qué viene esa insistencia en disponer de un Dimas suplicante al que castigar con mi rostro y mi figura? ¿Quizá para facilitar el escarnio de mis conciudadanos?
      Todas estas cosas y más que pueden imaginar son las que pasan por la atormentada mente del poeta Valín. Se las dirá mañana mismo a su novia, con aplomo y sin diplomacia, con arrojo y sin concesiones. No está dispuesto a que se burlen de él, no permitirá que siga adelante la mofa disfrazada de Dimas, no consentirá que D. Cecilio Nanclares le vuelva a rozar la piel. Todo eso será mañana porque hoy, ya lo ven, Norberto Valín se duerme, se le cierran los ojitos, ya se durmió. Más que un crucificado, parece un rubicundo angelito.