lunes, 30 de enero de 2012

El fascista

      -¡No te lo vas a creer! -exclama Valín con un entusiasmo impropio de su puesto de trabajo, de su condición de poeta, de su edad y de su espíritu habitualmente melancólico.
      -¿Qué ha pasado? -responde o pregunta Margarita, su novia, que parece concentrada en la cocción de las patatas y no muestra demasiado interés por las noticias procedentes del exterior de su cocina.
      -Estaba tomando café en el bar del Ateneo con D. José cuando de pronto me ha sonado el móvil. Era el alcalde de El Cúbico de los Molares, nada menos.
      La novia levanta la cabeza. Todavía no se atreve a apartar su vista de la olla donde ya bulle el agua, pero comienza a manifestar alguna curiosidad por lo que vaya a contar Norberto. El mandil con que se protege es de un tejido brillante, semejante al hule, con dos agujeros provocados por pequeños incendios domésticos.
      -¿Y qué quería ese fascista?
     A Valín, hombre de ideologías inestables, le produce una rara excitación la rabia tenue con la que Margarita dice "fascista", tan tranquila y fiera como si dijese "calvo" o "larguirucho" o cualquier otro adjetivo. "Fascista" es una palabra muy sonora, que evoca sangre, disparos al amanecer, desfiles por larguísimas avenidas, discursos desde balcones lejanos. Pronunciada por una mujer de labios sensuales, máxime si lo hace concentrada en las patatas hirvientes de la olla, provoca un pequeño terremoto interno, una necesidad casi adolescente de frotamiento, un pequeño ahogo impropio de la cuarentena. Por todo ello, Norberto Valín carraspea y se toca la garganta, como si tuviera que ajustar una imaginaria corbata antes de responder. "Fascista", magnífica palabra, signifique lo que signifique.
      -Pues llamaba para darme una noticia excelente. Resulta que he ganado el Certamen de Poesía "Ulpiano Vélez".
     Margarita mueve lentamente el cuello y observa a su amante. Sigue seria, aunque todo parece indicar que el brillo de sus ojos puede acompañarse de sonrisa en cualquier momento.
      -Anda, qué bien, no me habías dicho nada. ¿Y te publican la obra? ¿Te pagan algo? Perdona, perdona, me he puesto nerviosa y me olvido de lo principal. Me alegro mucho por ti, enhorabuena.
      La novia de Norberto abandona durante unos segundos su misión cocinera, estampa un breve beso en la mejilla izquierda del administrativo del Ateneo Liberal y vuelve rápidamente sobre sus pasos, para asegurarse de que no hay peligro de explosión sobre la placa vitrocerámica.
      -Vaya días de emociones, ¿verdad? Primero lo de Dimas y ahora esto. Mis padres se van a sentir muy orgullosos.
      -Creo que publican la obra. Por lo que recuerdo de las bases, pagan seiscientos euros; en fin, no es mucho, pero lo importante es que reconozcan la valía de mis versos.
      -Por supuesto, por supuesto -concluye Margarita, mientras clava un tenedor en las patatas y comprueba, con cierto pesar, que todavía están demasiado duras.

lunes, 23 de enero de 2012

El proyecto

      Con lengua de cartón y cerebro lento, así habla Norberto Valín, asombrado del mal sabor que invade su paladar y estupefacto ante el interés que camarero y presidente muestran por su nueva misión. De haberlo presentido, habría puesto más atención a las explicaciones del padre de Margarita. Ahora, la verdad sea dicha, no recuerda más que una sucesión de rumores ypalabras inconexas, también una temperatura corporal muy agradable, propicia a los bostezos y la siesta, molesta cuando uno debe mantenerse en estado de alerta.
      -Te aburres, no puedes disimularlo, tus ojos te delatan -había afirmado el patriarca, con una sonrisa tan fría que ni siquiera se podía calificar de falsa.
      -No, en absoluto, estoy tal vez un poco cansado, pero me interesa mucho la conversación: hablaba usted de dedicar el año que viene al estudio y la difusión de la figura de Dimas, el Buen Ladrón -repuso o quiso reponer Valín.
      -Qué escándalo -comenta el presidente del Ateneo cuando el auxiliar Norberto le refiere la conversación-, qué vileza. Y no lo digo por la ridícula idea de homenajear a un personaje bíblico sobre el que casi no hay información, sino por el servilismo atroz que muestra usted con todos los representantes de ese club privado fundado por San Pedro.
      -En fin, qué quiere que le haga: es el padre de mi novia, yo me encontraba en sus dominios, soy fácilmente impresionable... Como usted sabe, cuando salgo de la zona poética, todo se me vuelve sísmico y turbio, es fácil convencerme para casi cualquier cosa -se justifica Valín con los pulgares trazando circunferencias en la sienes-. Y esto no es cualquier cosa. Repare usted en que, si la empresa sale bien, mi rostro habrá servido de modelo para una creación artística de primer orden.
       -Ajá, la inmortalidad, Valín, esa es la cuestión. Ahí han asomado, no tan tímidamente como hubiéramos deseado, los vanidosos ojos de la autocomplacencia. Usted se presta a una mascarada nauseabunda con la esperanza de que el escultor sea hábil y capte la difícil esencia de su rostro. No, a usted no le importa lo más mínimo lo que hizo o dijo el Buen Ladrón. Llegados a este punto, hace ya tiempo que abandonó el gusto por la Historia en cuanto disciplina científica. Lo único que le importa ahora es su gloria particular. Como ve que la producción de versos no satisface sus ansias de vanidad y riqueza, se deja convencer por su concubina y acepta posar, desnudo si es menester, para esa nueva talla policromada de la que muchas tertulias ciudadanas hablan desde hace meses. Y no parece interesarle lo más mínimo el dato que le voy a dar a continuación:. en los evangelios, esos que la mayoría de los habitantes de esta ciudad proclaman como verdaderos, sin que ello quiera decir que se tomen la molestia de leerlos, no se cita ni una sola vez al tal Dimas. Hágame caso, Norberto, en la representación que está a punto de protagonizar, le ha tocado un papel falso, una estafa histórica, un despropósito más del oscurantismo eclesiástico.
       -Con su permiso, D. José -responde el aludido-, no voy a hacer otra cosa que permitir que se inspiren en mi cuerpo para dar verosimilitud al hombre que agoniza a la derecha de Jesús Cristo.
       -A mí me parece admirable -interviene Urbano, con tanto entusiasmo que la taza que limpiaba se resbala de sus manos y cae al suelo, donde se convierte en una alegre algarabía de irrecuperables añicos.

lunes, 16 de enero de 2012

La resaca

      -Pues me he pasado el fin de semana memorizando versos de Miguel Hernández; es para la semana de la poesía de la asociación de vecinos del barrio, ya sabe -dice Urbano, el camarero, mientras seca vasos con su habitual precisión.
      Norberto Valín mueve la cucharilla del café en el sentido contrario al movimiento de las agujas del reloj. Como pueden comprobar, está algo más encorvado de lo habitual, parece envejecido con respecto al día anterior, apoya los codos sobre la barra como si realmente tuviese problemas para sostenerse en pie.
      -Se le ve cansado, Valín. Tiene usted que hacer más ejercicio -exclama e irrumpe D. José Fernández, presidente del Ateneo Liberal-, los jóvenes de hoy en día tienen una tendencia enfermiza a la parálisis, a la inacción, a la pasividad, a la abulia... Y eso que ya no es usted tan joven. Haga como yo, cómprese un chándal y salga a caminar. Una hora al día, a buen ritmo, incompatible con la conversación. Verá como al terminar se encuentra mucho mejor. Incluso es posible que se le ocurra algún soneto.
      El auxiliar administrativo se endereza y pasa la lengua por los labios, en los que sigue encontrando un sabor desagradable. Los mensajes de su cuerpo, eso que los solemnes denominan síntomas, parecen responder al fenómeno conocido como resaca. Sin embargo, no recuerda haber ingerido demasiado alcohol en el banquete del día anterior. Sí es consciente de haber probado un par de licores, pero en una cantidad tan insignificante que no basta para explicar el tremendo dolor de cabeza que lo aturde en este momento. Por otra parte, si está aquí, en el bar del Ateneo, con Urbano y D. José, parece claro que consiguió volver a su casa sin mayor contratiempo, que seguramente el Ford Fiesta descansa en el garaje, que no tardará en llegar el sms de las doce de Margarita.
      -¿Y qué? ¿No va a contarnos nada de su entrevista con el presidente de la venerable Cofradía del Calvario? He oído que ayer estuvo usted en su casa, compartiendo mesa y mantel. De ahí procede, imagino, esa absurda palidez que preside hoy su rostro.
      Las palabras del presidente han sonado como una sucesión de martillazos. Los pensamientos que se agolpaban en las sienes de Valín luchan por ordenarse y salir a flote. En el estómago parece estar celebrándose una batalla de imprevisibles consecuencias. Los párpados se declaran en situación de semihuelga, molestos  por el exceso de luz de la mañana. Con todo, la evidencia que más duele es, como siempre, la constatación de que en esta ciudad de iglesias románicas y almas peatonales no hay manera de hacer nada sin que al día siguiente el hecho sea conocido por buena parte de la población. De un modo natural, casi involuntario, todo el mundo sabe de las andanzas propias y ajenas, las turbias y las castas, las meritorias y las delictivas. Incluso una comida inocente es objeto de análisis y comentario.
       -Pero díganos, cuéntenos. No se ampare en esa ridícula cefalalgia. ¿No ve que nosotros, como representantes de la sociedad laica, tenemos derecho a conocer los proyectos y los desvaríos de aquellos que todavía ven en nuestras calles un simple escenario para sus oscurantistas y trasnochadas procesiones? Urbano, traiga inmediatamente una aspirina, que nuestro amigo el poeta va a necesitar un refuerzo.

lunes, 9 de enero de 2012

La ebriedad

      A la hora de los postres, ya con alguna mancha en el mantel, preside la mesa una extraña torta de maíz con fresa, regalo de un pastelero experimental amigo de la familia. Proliferan licores de diferentes tonalidades y espesuras; a juzgar por las botellas, el más celebrado parece ser el de café. El ambiente, que era tenso al principio, se ha ido desordenando. Los hermanos del Casar ya no disimulan su aburrimiento; el padre muestra su desdén abiertamente, con los labios mojados de aguardiente y los ojos algo llorosos; la madre sigue invisible, con leves fogonazos de luz que le endiablan la mirada; la novia permanece risueña y digna, altiva y súbitamente sentenciosa. Norberto Valín la encuentra de pronto perfecta, como si toda la jornada de diplomacias y obviedades la hubiese convertido en una sultana más deseable que nunca. Las curvas de la blusa parecen mayores y mejor dibujadas; la suave caída del cabello sobre la frente resulta irresistible, tanto que el poeta del Ateneo prefiere apartar la mirada y centrarse en el monólogo del patriarca.
      -Ah, la Semana Santa, por supuesto, sé que la mencionas por puro compromiso, por quedar bien y dártelas de ciudadano comprometido. Seguramente mi hija te habrá dicho que es una de mis pasiones, pensará que así va a conseguir que nos hagamos amiguitos y me olvide de una vez del asco que me da imaginar vuestros sudores. En fin, por lo menos espero que no seas tan hortera como para recitarle uno de esos versos que escribes en el anuario del Ateneo en el momento más fogoso; no quiero ni imaginarlo, nada puede ser más aborrecible que un macho en retirada que pretende disimular la flaccidez de su pene haciéndose el poeta en los prolegómenos del encuentro sexual. No pongas esa cara, estoy de broma, a tu edad ya deberías saber que hay ciertos contextos de la vida en que el humor debe asumir sus riesgos. Al cabo, tú tienes cuarenta y tantos años, mi hija veinte y yo sesenta. Generacionalmente, tienes más que ver conmigo que con ella. Solo que evidentemente tú y yo no vamos a compartir sábana. Pero no sé a qué venía todo esto. Ah, sí, la Semana Santa, ese es el tema que te interesaba antes de que el licor desatase mi lengua y me obligase a pronunciar un discurso que deberemos olvidar en tres segundos. Tres, dos, uno, ya, olvidado, te decía, amigo Norberto, que quizás seas tú la persona ideal para el nuevo proyecto que queremos emprender los Cofrades del Calvario Absoluto. No, no entres todavía en pánico, ya pasó el tiempo de los sarcasmos. Ahora mismo me siento amable y hasta campechano, no permitiría que te crucificasen en público en una mascarada filipina, ni siquiera lo cambiaría por medio minuto de gloria en el telediario del mediodía. Lo que necesitamos es algo mucho más simple y pueril, en realidad nos valdría cualquiera, solo que prefiero ofrecértelo a ti como muestra del asombro que me produce la decisión de mi hija de acostarte contigo. Perdona, perdona, ya estoy recayendo en mis obsesiones, intentaré centrarme. Te lo resumo, me tomo otro trago y a continuación me callo: queremos construir un paso nuevo para la Semana Santa, algo que sea definitivamente original e incluso polémico. Pensamos muy seriamente que ya ha llegado el momento de homenajear a Dimas.
      -¿Dimas? -dice Valín, que pasa de la palidez al rubor y de nuevo a la palidez en el mismo minuto.
      -Sí, ya sabes, el Buen Ladrón, uno de los que murieron crucificados junto a Cristo Nuestro Señor.

lunes, 2 de enero de 2012

El espejo

      Norberto Valín se contempla largamente en el espejo del lujoso cuarto de baño. Uno de los hermanos de Margarita, el más lánguido (flaco y pálido, le faltan un pulgar y media oreja), lo ha acompañado justo hasta la puerta, con una media sonrisa temblorosa que Valín no sabe si achacar a un tic nervioso o al escepticismo general que su llegada provoca en los habitantes de la Finca Saturno. Por suerte, una vez que se cierra la puerta (con cerradura, para evitar situaciones embarazosas), se inicia una mínima tregua liberadora. Es el momento en que muchos aprovecharían para replegar tensiones y acometer una minuciosa inspección por el territorio desconocido, pero no es el caso. Al poeta del Ateneo Liberal le traen sin cuidado la calidad de las toallas o el color de los azulejos; no siente la tentación de anotar los nombres de las colonias que pueblan las repisas ni le mueve la curiosidad de abrir alguno de aquellos armarios de tiradores dorados y comprobar qué misterios esconden. En el último momento de soledad del que puede disfrutar antes del banquete, tan solo necesita desalojar la vejiga y verse en el espejo, demoradamente, minuciosamente, con el patetismo que cabe aguardar en cualquiera que se precie de escribir versos.
      La camisa, que tan perfecta parecía una hora antes, muestra ahora un par de arrugas de origen desconocido (quizá el cinturón de seguridad del Ford Fiesta), así como unas levísimas manchas de sudor en el cuello, impropias de un hombre aplomado y seguro de si mismo. Pero lo más alarmante no es el vestuario, sino el rostro que se refleja en el espejo. Valín se halla repentinamente envejecido. La semana anterior, en el baño de Margarita, pocos minutos después del coito, se había visto seductor e interesante, con un cierto desenfado juvenil en el flequillo. Pero ahora, de pronto, se ve mayor, ojeroso, flojo, con las mejillas teñidas de un color rosáceo absolutamente indigno. Lo que antes le parecía flequillo semeja más bien un pequeño retén de cabellos supervivientes y casi moribundos. El conjunto, en fin, se desmorona, y Norberto Valín siente como un peso insoportable el deber de salir del cuarto de baño y enfrentarse a una comida con su nueva familia.
      Le queda el consuelo de la poesía, siempre presente, esa especie de ansiolítico endecasílabo que a menudo le libera de las tensiones de la realidad. Antes de abandonar el refugio, Valín utiliza el teléfono móvil (mal irían las cosas en el planeta si surgiesen riñas entre la lírica y las nuevas tecnologías) para anotar un par de versos, quizá una única idea suelta, suficiente para erigir sobre ella algunas estrofas, tal vez un soneto entero: "Aquí estoy, en el hogar de los mancos, / aguardando cadalsos y paellas, / temiendo que me amputen anulares, / dispuesto a batallar por los meñiques." Norberto abre la puerta, ligeramente confuso. Tarda en recordar el camino de vuelta al salón, le molesta que los versos hayan nacido sin rima, le aturde todavía la imagen de su ajado rostro. Antes de seguir andando, véanlo, se ajusta el pantalón, elevándolo hasta la altura de la cintura y acomodando los testículos.