lunes, 19 de diciembre de 2011

Las herencias

      Del frío en las plazas públicas de madrugada al exagerado fulgor de la lámpara de araña del salón. De las sábanas sudorosas al sofá rojo con cojines vaticanos. De los dedos de la hija en misión exploradora por los promontorios al saludo poderoso de las manos ásperas del padre. Del jadeo agudo e inconexo al trueno.
      -Supongo que era inevitable que nos conociéramos -dice el hombre con una sonrisa lejana, de dientes escuros y sarro secular.
      Norberto busca una respuesta elegante, algo que ponga de manifiesto su carácter y determinación, una frase en la que se vea con claridad que no solo es un cuarentón que se encama con chicas de veinte años ni un poeta de vuelos rasantes. No, también es un individuo firme, con conocimiento del mundo y capacidad de juicio. Lástima que la familia del Casar sea tan numerosa y móvil que no da tiempo a pensar nada ni a pronunciar otra cosa que monosílabos.
      -Te habrás fijado en nuestras manos, supongo. Son la marca de la familia -dice uno de los hipotéticos cuñados, el de estómago más prominente.
      Valín duda de nuevo. Los hombres analíticos son así: observan cada detalle de la realidad y se toman su tiempo antes de emitir una sentencia. En casos como el que ahora nos ocupa, se suman a esta demora unas ansias angustiosas de lenguaje, unas ganas locas de adjetivos, un salvaje deseo gramatical. A su lado, con los manos entrecruzadas en gesto de autosaludo, Margarita en malva lo contempla.
      -¿Vuestras manos? -balbucea al fin Norberto.
      -No me puedo creer que mi hermana no te lo haya contado.
      Es entonces cuando Norberto se da cuenta de que a todos sus interlocutores, incluidos la madre y el sacerdote, les faltan dedos en las manos. No se atreve a hacer una inspección demorada que le permita evaluar el número exacto de las ausencias, pero la sensación general es de muñones múltiples y terribles cicatrices. Valín piensa -y seguro que ustedes le dan la razón- que es absolutamente incomprensible que después de tantos meses de relaciones y orgasmos, Margarita no haya tenido la prudencia de contárselo, aunque solo fuera para evitarle esa cara de asombro y estupidez que ahora exhibe ante toda su familia política.
      -Vaya -dice el padre con una voz meliflua que tal vez le sentaría mejor al tío misionero-, mi hija te debería haber avisado de que somos una familia de pirotécnicos: llevamos casi treinta años dedicándonos a la fabricación y venta de fuegos de artificio. De vez en cuando hay accidentes, ya lo estás viendo, gracias a Dios seguimos todos con vida. Nos faltan algunos dedos, pero los damos por bien sacrificados. Si no fuera por ellos, hoy no podríamos gozar de las comodidades de esta casa.
      El poeta abre la boca en señal de asombro. La perplejidad se le mezcla con un fuerte impulso diurético. Empieza a darse cuenta de que, a pesar de su edad y los muchos versos, todavía no sabe mantener el aplomo necesario para ciertas situaciones.
      -No sé si lo tuyo con mi hija es serio o se limita a una sucesión de penetraciones y rasguños. En todo caso, por si tienes intenciones formales, debes saber que, para el previsible caso de que el Ateneo Liberal se vaya a la mierda y te quedes en paro, siempre te podremos ofrecer algún empleo en nuestra empresa. Eso sí, ya sabes a qué te arriesgas.

lunes, 12 de diciembre de 2011

La llegada

     Valín tiene un Ford Fiesta pasado de moda, de un gris finisecular, con docenas de cicatrices en la carrocería y tapacubos heridos de mil bordillos. Para su gusto, el cambio de marcha es duro, el cuadro de mandos le parece simplón y polvoriento, el volante le provoca un incesante sudor en las manos. Aun así, es su coche, ese en el que ahora le ven, sorteando las rotondas y dirigiéndose por fin hacia la salida norte de la ciudad. A su derecha, en una acera de reciente construcción, pasea D. José Fernández, presidente del Ateneo, en compañía de doña Águeda, su mujer. Van muy serios y erguidos, los dos en chándal azul. Norberto quiere saludarlos, pero las obligaciones del tráfico le impiden tocar la bocina, por lo que se limita a hacer un levísimo gesto con la mano, tan leve que probablemente no lo habrán visto.
     La finca de Saturno, a escasos diez quilómetros de la capital, es el punto de destino de esta noche. Es allí donde vive, en una casona de los años cincuenta, reformada y ampliada en los setenta, retocada de nuevo con el cambio de siglo, la abundante y enigmática familia del Casar. Muy cerca, quizás a menos de ese famoso tiro de piedra del que habla siempre el lenguaje popular, se asienta el viejo almacén en el que se ha forjado la riqueza de los padres de Margarita, esos mismos que juegan a los dados en un saloncito y sonríen algo nerviosos ante la llegada inminente del yerno que están a punto de conocer. Valín recuerda las instrucciones que le ha dado su novia y va recitando en voz alta -pueden comprobarlo ustedes mismos- las indicaciones recibidas, "a la altura de Monforra abandona la carretera provincial y gira a la derecha por una pista de tierra que discurre paralela a unas viñas, a unos trescientos metros verás el almacén, a continuación nuestra casa, la reconocerás fácilmente por el tono ocre de sus paredes y el extravagante color azul de sus tejas". Véanlo, ahí llega, ya aparca, un poco lejos de la puerta principal, se ve que no le importa recorrer a pie los últimos metros, quizá no quiere que lo vean -ni ustedes ni los del Casar- malgastando demasiado tiempo en una maniobra sencilla, con demasiados metros cuadrados vacíos a su alrededor como para poder permitirse la menor duda. Antes de echar a andar, recoge en el maletero la caja de madera con los vinos, repasa las diagonales del envoltorio, se ajusta el cuello de la americana que acaba de ponerse y estira la cabeza hacia el cielo, no porque busque auxilio en alguna región espiritual desconocida, sino porque seguramente ha visto una nube que le recuerda la angustia del ser o la obesidad del alma o el advenimiento del caos, ya saben, una de esas cosas intangibles que solo pueden ver los poetas, y aun así no todos los días, sino únicamente aquellos en que la realidad se vuelve especialmente dudosa.
      En el porche, con media sonrisa y vestido malva, ligera en los movimientos y algo torpe en el maquillaje, espera Margarita, la novia antes clandestina. Valín no puede dejar de imaginársela en furioso camisón, con esa violencia con que lo abordaba y comenzaba a desvestirlo, en los tiempos en que nadie podía saber que los unía una relación amorosa. Ahora, de malva y en su domicilio familiar, le parece repentinamente más pequeña e imprevisible, con una alarmante e incomprensible beatitud en sus inmóviles labios, antes tan mordedores. Si pudiera, Norberto sacaría su libretita del bolsillo, esa en la que siempre anota ideas para futuros poemas, y escribiría algunas palabras significativas, seguramente "nostalgia de lo prohibido" o algo así. Al lado de Margarita surgen dos o tres figuras más, deformes, gigantescas y extrañamente risueñas. Deben de ser sus hermanos.

lunes, 5 de diciembre de 2011

El aperitivo

      Al final ha optado por una caja de madera, elegantemente adornada con cintas rojas que se cruzan y dibujan diagonales perfectas, en cuyo interior reposan tres botellas de vino de crianza. De momento se pospone lo de la tarta de yema con nueces. Si la relación avanza y la familia política se muestra acogedora, ya habrá tiempo para mayores dispendios. Lo de hoy, afirma Norberto ante su propia conciencia, no es más que un contacto inicial, una presentación destinada a que los padres y hermanos de Margarita, incluso el tío misionero, disipen los temores que lógicamente había causado el noviazgo de la hija rebelde con un cuarentón de nómina gris y aficiones poéticas.
      Para la ocasión, el oficinista Valín extrae del armario, por primera vez en lo que va de año, su traje gris, ese que tan poco usa y que lleva camino de quedarse anticuado. Lo compró hace tres años en Confecciones Hogar, una de las tiendas más veteranas de la capital, famosa por sus precios ajustados y la calidad de sus productos. En fin, también son muy conocidos los rumores que atribuyen a su dueño una cierta tendencia al tocamiento, pero no nos corresponde a nosotros establecer la definitiva frontera entre la veracidad y la calumnia. Norberto Valín cree recordar que el celo con que el hombre retiró algunos hilos de la parte de la cremallera, a escasos milímetros de los genitales del usuario, podría ser considerado excesivo, pero no por ello se va a dejar de valorar la buena caída del traje ni la distinción de la tela. Seguro que a los padres de Margarita, personas de orden y buen gusto, les agradará aquel tono gris oscuro. Por no pasarse de ceremonioso, decide el poeta no llevar corbata; así podrán ver sus hipotéticos suegros que, tras la sobria camisa blanca, se exhibe un pecho abierto, limpio y formal.
      -A mi padre lo conquistarás fácilmente si le hablas de la Semana Santa -le ha advertido la novia, no con el entusiasmo de la muchacha ingenua, sino más bien con ese aburrido desdén del que ofrece un consejo que en el fondo le parece ridículo.
       Valín agradece el detalle y repasa mentalmente posibles temas de conversación. Nunca le ha interesado mucho la Semana Santa; ni siquiera asiste a las tertulias quincenales del Ateneo Liberal, esas en las que señores de alta pasión y baja prosa discuten sobre la conveniencia de modificar el itinerario del Nazareno tal o la necesidad de renovar capas y medallones de los cofrades cuales. De hecho, siempre que las procesiones recorren las calles principales de la ciudad, Norberto suele aprovechar para alejarse del bullicio y emprender largos paseos por los bosques de los alrededores, con bocadillo de queso y libreta en blanco. Allí, entre docenas de pinos, con sonidos remotos de tambores y cornetas, ha escrito algún soneto de raíz ecologista, por ejemplo el titulado "El saltamontes", que tal vez alguno de ustedes habrá oído recitar en el festival de fin de curso del colegio de sus hijos. Aun así, a pesar de su escasa afición, no niega Valín una irresistible simpatía por algunos personajes del Evangelio, los menos importantes, los secundarios de poco lujo. Será de ellos, cuando llegue la ocasión, de los que tal vez hable con el padre de Margarita.
       -¿Ha pensado usted -le dirá- en la terrible tristeza del soldado romano al que San Pedro, en un arrebato de ira, seccionó la oreja? ¿No cree que ese hombre merece un recuerdo solemne?