lunes, 20 de febrero de 2012

La prueba

      Don Cecilio Nanclares trabaja prácticamente a oscuras. La austeridad de su taller, un local estrecho de unos cincuenta metros cuadrados, es casi aceptable; lo que resulta escandaloso es la baja temperatura, un verdadero castigo para el ser humano cuarentón que se ve obligado, por exigencias de la tradición, a despojarse de sus vestiduras (una palabra bíblica y ejemplar; todo lo contrario sería que dijéramos "ropa", que sonaría pornográfico a los limpios oídos de la mayoría de ustedes). El que se libra del atuendo y al cabo se desnuda es Norberto Valín en persona, poeta de mérito y ciudadano de compromiso, hoy algo melancólico por culpa de unos ínfimos granitos sonrosados que le han salido en el pecho, ya es mala suerte, justo en el instante en que debe prescindir de camiseta y mostrar su tórax a los ojos curiosos del escultor. Por fortuna D. Cecilio, que roza ya la santidad, no goza de buena vista ni necesita grandes flexos. Su arte, que recibió elogios de obispos, se basa casi exclusivamente en el tacto.
      -No es preciso -afirma Nanclares- acribilllarlo a usted a fogonazos de luz. Me basta con que me permita tocar su cuerpo. Hay gente, sobre todo señoras de cierta edad, a la que le resulta desagradable mi técnica creativa, pero puedo asegurarle que no hay nada en ella de impúdico o retorcido. Las manos del escultor son su herramienta de trabajo; de ahí que deba utilizarlas todo el tiempo, de ahí que ahora recorra con ellas su cuello y las haga descender a los hombros, muy despacio, de ahí que me entretenga en sus escasos biceps y dedique varios minutos a calcular las formas y dimensiones de sus dedos. No me lo tome a mal, piense que también las señoras de cierta edad se acaban acostumbrando. Alguna incluso me ha confesado que... Pero relájese, no haga caso a mis seniles anécdotas. Noto que su piel se eriza y no quisiera yo causarle la menor turbación. Reconozco que hace un poco de frío, me lo han dicho varias personas, pero le revelaré que hace casi diez años que decidí retirar la estufa de butano: la gente se asustaba al ver la bombona.
      Valín ha elegido para la sesión escultórica unos calzoncillos negros con dragón verde, estilo slip. Es la única prenda que lleva puesta en el momento en que Don Cecilio le pide que levante los brazos al cielo y aguante la postura durante al menos cinco minutos.
      -Recuerde que a Dimas, el ladrón llamado bueno, lo conocemos únicamente por el momento en que comparte crucifixión con Jesucristo Nuestro Señor. Nada sabemos con certeza de su vida anterior; nos limitamos a suponer que su condena a muerte era el justo pago con que se castigaba una buena colección de delitos y fechorías. En realidad, no habría nada en este personaje de histórico si no fuera por su iluminación final, ese instante de raciocinio extremo en el que se dirigió con respeto al Hijo de Dios y le pidió perdón por su pecados.
      -Todo eso está muy bien -interviene Valín-, pero repare en que sigo desnudo, tengo los brazos en alto y este local suyo no es precisamente el más acogedor y cálido del mundo. Siempre es un placer escuchar su relato, señor Nanclares, pero tal vez me sea de mayor provecho en otra ocasión, quién sabe si sentado y con alguna hoguera no muy lejana.
      -No se queje, Valín, recuerde que nos une la misión de retratar a un sufriente moribundo, no a un risueño auxiliar administrativo. Nos conviene que se halle incómodo y molesto; es justo lo que necesitamos para que nuestro Dimas aspire a una cierta verosimilitud.