lunes, 13 de febrero de 2012

El ensayo

      Al anochecer, después de haberse despedido hasta el día siguiente de su novia y del mundo en general, Norberto Valín, solo en su domicilio, sube la calefacción hasta los 23 grados centígrados que recomienda el Ministerio de Industria. Es un buen momento para comer media docena de mandarinas, un vicio confesable del que se siente raramente orgulloso. Asimismo, es la hora ideal para escuchar los servicios informativos de Radio Nacional de España y, al mismo tiempo, colgar en el armario, con mucho orden y simetría, la ropa usada a lo largo de la jornada, con excepción de aquella que, por su vida peligrosa e interior, necesita ya un tránsito por la lavadora. Es el instante adecuado para rebuscar entre la colección de pijamas, todos clásicos, y elegir uno cálido y confortable. Valín experimenta en estas rutinas un extraño placer doméstico: le parece hermoso saberse occidental, le resulta gratificante tener un puesto de trabajo por el que le retribuyen una austera pero honrada nómina, le reconforta recordar que bajo su apariencia casi invisible se esconde un poeta premiado, es más, un poeta premiado que apenas unas horas antes ha conseguido culminar con cierto éxito una apacible cópula.
      Le inquieta, en cambio, la misión que le aguarda al día siguiente. A las diez y media de la mañana, en una breve ausencia laboral para la que deberá pedir permiso al presidente del Ateneo, debe acudir al estudio del prestigioso ciudadano Cecilio Nanclares, seguramente el escultor más renombrado de la provincia. Según la decisión del empresario pirotécnico Del Casar, padre de Margarita, Nanclares es el elegido para elaborar la nueva talla de Semana Santa, aquella que, por su osadía y brillantez, debe reafirmar aún más la fama que poseen en el mundo entero las procesiones de esta ciudad. En la creación que ahora se pretende, el cuerpo de Valín debe ser modelo para la imagen de Dimas, el Buen Ladrón, al que se representará, como es tradicional, ya crucificado pero todavía no moribundo, suplicante y devoto en la conversación con su compañero de Calvario, Jesús de Nazaret. Con la natural modestia que caracteriza a casi todos los constructores de versos, el presunto yerno Norberto no se siente capacitado para el cometido que le han encargado. Ante el espejo, apartando levemente algunas partes del pijama que acaba de ponerse, confirma que su abdomen y su pecho son abundantes y demasiado blancos, sus brazos estrechos, sus piernas algo irregulares. Y sí, aunque acepta que no hay ningún testimonio histórico que dibuje a Dimas como un individuo de líneas apolíneas, le parece cada vez más inverosímil que su cuerpo fofo y levemente franquista pueda asemejarse al de un delincuente judío del año 33. Su rostro no posee fiereza ni rotundidad, su mandíbula no muestra la determinación necesaria, su nariz es casi irrelevante. ¿Cómo puede un hombre así hacerse pasar por un personaje bíblico tan conocido? El espejo no responde, pero persisten las dudas de Valín: ¿No será esta misión, tan grotesca y fuera de lo común, una especie de bienvenida chusca por parte de su eventual suegro? ¿No se estará burlando, desde su condición regia de empresario mutilado, del pergeñador de versos que calienta el lecho de su hija? Y, ya metidos en reflexiones: ¿No es el papel de Dimas uno de los más ridículos y dignos de mofa de toda la Historia Sagrada?