lunes, 16 de enero de 2012

La resaca

      -Pues me he pasado el fin de semana memorizando versos de Miguel Hernández; es para la semana de la poesía de la asociación de vecinos del barrio, ya sabe -dice Urbano, el camarero, mientras seca vasos con su habitual precisión.
      Norberto Valín mueve la cucharilla del café en el sentido contrario al movimiento de las agujas del reloj. Como pueden comprobar, está algo más encorvado de lo habitual, parece envejecido con respecto al día anterior, apoya los codos sobre la barra como si realmente tuviese problemas para sostenerse en pie.
      -Se le ve cansado, Valín. Tiene usted que hacer más ejercicio -exclama e irrumpe D. José Fernández, presidente del Ateneo Liberal-, los jóvenes de hoy en día tienen una tendencia enfermiza a la parálisis, a la inacción, a la pasividad, a la abulia... Y eso que ya no es usted tan joven. Haga como yo, cómprese un chándal y salga a caminar. Una hora al día, a buen ritmo, incompatible con la conversación. Verá como al terminar se encuentra mucho mejor. Incluso es posible que se le ocurra algún soneto.
      El auxiliar administrativo se endereza y pasa la lengua por los labios, en los que sigue encontrando un sabor desagradable. Los mensajes de su cuerpo, eso que los solemnes denominan síntomas, parecen responder al fenómeno conocido como resaca. Sin embargo, no recuerda haber ingerido demasiado alcohol en el banquete del día anterior. Sí es consciente de haber probado un par de licores, pero en una cantidad tan insignificante que no basta para explicar el tremendo dolor de cabeza que lo aturde en este momento. Por otra parte, si está aquí, en el bar del Ateneo, con Urbano y D. José, parece claro que consiguió volver a su casa sin mayor contratiempo, que seguramente el Ford Fiesta descansa en el garaje, que no tardará en llegar el sms de las doce de Margarita.
      -¿Y qué? ¿No va a contarnos nada de su entrevista con el presidente de la venerable Cofradía del Calvario? He oído que ayer estuvo usted en su casa, compartiendo mesa y mantel. De ahí procede, imagino, esa absurda palidez que preside hoy su rostro.
      Las palabras del presidente han sonado como una sucesión de martillazos. Los pensamientos que se agolpaban en las sienes de Valín luchan por ordenarse y salir a flote. En el estómago parece estar celebrándose una batalla de imprevisibles consecuencias. Los párpados se declaran en situación de semihuelga, molestos  por el exceso de luz de la mañana. Con todo, la evidencia que más duele es, como siempre, la constatación de que en esta ciudad de iglesias románicas y almas peatonales no hay manera de hacer nada sin que al día siguiente el hecho sea conocido por buena parte de la población. De un modo natural, casi involuntario, todo el mundo sabe de las andanzas propias y ajenas, las turbias y las castas, las meritorias y las delictivas. Incluso una comida inocente es objeto de análisis y comentario.
       -Pero díganos, cuéntenos. No se ampare en esa ridícula cefalalgia. ¿No ve que nosotros, como representantes de la sociedad laica, tenemos derecho a conocer los proyectos y los desvaríos de aquellos que todavía ven en nuestras calles un simple escenario para sus oscurantistas y trasnochadas procesiones? Urbano, traiga inmediatamente una aspirina, que nuestro amigo el poeta va a necesitar un refuerzo.