lunes, 2 de enero de 2012

El espejo

      Norberto Valín se contempla largamente en el espejo del lujoso cuarto de baño. Uno de los hermanos de Margarita, el más lánguido (flaco y pálido, le faltan un pulgar y media oreja), lo ha acompañado justo hasta la puerta, con una media sonrisa temblorosa que Valín no sabe si achacar a un tic nervioso o al escepticismo general que su llegada provoca en los habitantes de la Finca Saturno. Por suerte, una vez que se cierra la puerta (con cerradura, para evitar situaciones embarazosas), se inicia una mínima tregua liberadora. Es el momento en que muchos aprovecharían para replegar tensiones y acometer una minuciosa inspección por el territorio desconocido, pero no es el caso. Al poeta del Ateneo Liberal le traen sin cuidado la calidad de las toallas o el color de los azulejos; no siente la tentación de anotar los nombres de las colonias que pueblan las repisas ni le mueve la curiosidad de abrir alguno de aquellos armarios de tiradores dorados y comprobar qué misterios esconden. En el último momento de soledad del que puede disfrutar antes del banquete, tan solo necesita desalojar la vejiga y verse en el espejo, demoradamente, minuciosamente, con el patetismo que cabe aguardar en cualquiera que se precie de escribir versos.
      La camisa, que tan perfecta parecía una hora antes, muestra ahora un par de arrugas de origen desconocido (quizá el cinturón de seguridad del Ford Fiesta), así como unas levísimas manchas de sudor en el cuello, impropias de un hombre aplomado y seguro de si mismo. Pero lo más alarmante no es el vestuario, sino el rostro que se refleja en el espejo. Valín se halla repentinamente envejecido. La semana anterior, en el baño de Margarita, pocos minutos después del coito, se había visto seductor e interesante, con un cierto desenfado juvenil en el flequillo. Pero ahora, de pronto, se ve mayor, ojeroso, flojo, con las mejillas teñidas de un color rosáceo absolutamente indigno. Lo que antes le parecía flequillo semeja más bien un pequeño retén de cabellos supervivientes y casi moribundos. El conjunto, en fin, se desmorona, y Norberto Valín siente como un peso insoportable el deber de salir del cuarto de baño y enfrentarse a una comida con su nueva familia.
      Le queda el consuelo de la poesía, siempre presente, esa especie de ansiolítico endecasílabo que a menudo le libera de las tensiones de la realidad. Antes de abandonar el refugio, Valín utiliza el teléfono móvil (mal irían las cosas en el planeta si surgiesen riñas entre la lírica y las nuevas tecnologías) para anotar un par de versos, quizá una única idea suelta, suficiente para erigir sobre ella algunas estrofas, tal vez un soneto entero: "Aquí estoy, en el hogar de los mancos, / aguardando cadalsos y paellas, / temiendo que me amputen anulares, / dispuesto a batallar por los meñiques." Norberto abre la puerta, ligeramente confuso. Tarda en recordar el camino de vuelta al salón, le molesta que los versos hayan nacido sin rima, le aturde todavía la imagen de su ajado rostro. Antes de seguir andando, véanlo, se ajusta el pantalón, elevándolo hasta la altura de la cintura y acomodando los testículos.