lunes, 12 de diciembre de 2011

La llegada

     Valín tiene un Ford Fiesta pasado de moda, de un gris finisecular, con docenas de cicatrices en la carrocería y tapacubos heridos de mil bordillos. Para su gusto, el cambio de marcha es duro, el cuadro de mandos le parece simplón y polvoriento, el volante le provoca un incesante sudor en las manos. Aun así, es su coche, ese en el que ahora le ven, sorteando las rotondas y dirigiéndose por fin hacia la salida norte de la ciudad. A su derecha, en una acera de reciente construcción, pasea D. José Fernández, presidente del Ateneo, en compañía de doña Águeda, su mujer. Van muy serios y erguidos, los dos en chándal azul. Norberto quiere saludarlos, pero las obligaciones del tráfico le impiden tocar la bocina, por lo que se limita a hacer un levísimo gesto con la mano, tan leve que probablemente no lo habrán visto.
     La finca de Saturno, a escasos diez quilómetros de la capital, es el punto de destino de esta noche. Es allí donde vive, en una casona de los años cincuenta, reformada y ampliada en los setenta, retocada de nuevo con el cambio de siglo, la abundante y enigmática familia del Casar. Muy cerca, quizás a menos de ese famoso tiro de piedra del que habla siempre el lenguaje popular, se asienta el viejo almacén en el que se ha forjado la riqueza de los padres de Margarita, esos mismos que juegan a los dados en un saloncito y sonríen algo nerviosos ante la llegada inminente del yerno que están a punto de conocer. Valín recuerda las instrucciones que le ha dado su novia y va recitando en voz alta -pueden comprobarlo ustedes mismos- las indicaciones recibidas, "a la altura de Monforra abandona la carretera provincial y gira a la derecha por una pista de tierra que discurre paralela a unas viñas, a unos trescientos metros verás el almacén, a continuación nuestra casa, la reconocerás fácilmente por el tono ocre de sus paredes y el extravagante color azul de sus tejas". Véanlo, ahí llega, ya aparca, un poco lejos de la puerta principal, se ve que no le importa recorrer a pie los últimos metros, quizá no quiere que lo vean -ni ustedes ni los del Casar- malgastando demasiado tiempo en una maniobra sencilla, con demasiados metros cuadrados vacíos a su alrededor como para poder permitirse la menor duda. Antes de echar a andar, recoge en el maletero la caja de madera con los vinos, repasa las diagonales del envoltorio, se ajusta el cuello de la americana que acaba de ponerse y estira la cabeza hacia el cielo, no porque busque auxilio en alguna región espiritual desconocida, sino porque seguramente ha visto una nube que le recuerda la angustia del ser o la obesidad del alma o el advenimiento del caos, ya saben, una de esas cosas intangibles que solo pueden ver los poetas, y aun así no todos los días, sino únicamente aquellos en que la realidad se vuelve especialmente dudosa.
      En el porche, con media sonrisa y vestido malva, ligera en los movimientos y algo torpe en el maquillaje, espera Margarita, la novia antes clandestina. Valín no puede dejar de imaginársela en furioso camisón, con esa violencia con que lo abordaba y comenzaba a desvestirlo, en los tiempos en que nadie podía saber que los unía una relación amorosa. Ahora, de malva y en su domicilio familiar, le parece repentinamente más pequeña e imprevisible, con una alarmante e incomprensible beatitud en sus inmóviles labios, antes tan mordedores. Si pudiera, Norberto sacaría su libretita del bolsillo, esa en la que siempre anota ideas para futuros poemas, y escribiría algunas palabras significativas, seguramente "nostalgia de lo prohibido" o algo así. Al lado de Margarita surgen dos o tres figuras más, deformes, gigantescas y extrañamente risueñas. Deben de ser sus hermanos.